Por una diócesis vivamente misionera
Noticia publicada el
viernes, 28 de octubre de 2016
“La misión universal nos apremia cada vez más. No nos puede dejar indiferentes el saber que millones de hombres, redimidos, como nosotros, por la sangre de Cristo, viven todavía sin conocer a fondo el amor de Dios. Ningún creyente en Cristo, ninguna institución de la Iglesia puede eludir el deber supremo de anunciar a Cristo a todos los pueblos. Dos terceras partes de la humanidad no conocen todavía a Cristo y tienen necesidad de Él y de su mensaje de salvación” (San Juan Pablo II). Anunciar el Evangelio a todo el mundo, ser testigo hasta los confines de la tierra de que Dios nos ama, como cada año nos recuerda la Jornada Mundial de las Misiones –Domund– que celebramos el pasado domingo, es la dicha y la identidad más profunda de la Iglesia, que así cumple el mandato de su Señor. Los cristianos, en la medida en que se sienten amados por Dios, no pueden silenciar esa experiencia y se sienten enviados al mundo para testificar este amor y hacer partícipes de él a los demás hombres, en solidaridad con los sufrimientos de los más pobres y necesitados. El Señor nos llama a salir de nosotros mismos y a compartir con los que no lo han recibido aún este don inefable del amor con que Dios nos ama. La Iglesia hace presente y anuncia con obras y palabras el Evangelio: persona concretísima que tiene un rostro y un nombre: Jesús de Nazaret, Hijo de Dios vivo, imagen de Dios invisible; Él es el único que puede dar plena satisfacción al corazón del hombre anhelante de vida, verdad, amor y perdón; sólo Él tiene palabras de vida y únicamente en Él tenemos acceso a la salvación y nos abrimos a la esperanza.
En esta Jornada misionera del Domund, en la que renovamos nuestra conciencia del apremio que la Iglesia misionera tiene por las misiones entre los pueblos más pobres, me dirigía, desde la Catedral como Obispo, a toda la diócesis de Valencia para pedirle “¡Iglesia en Valencia, sé tú misma!; tienes como dicha y gloria más propia el ser misionera; aviva tu conciencia misionera, tus raíces apostólicas; siéntete enviada a anunciar el Evangelio; vive el drama de los pueblos y multitudes que no conocen todavía a Cristo y siéntete y está dispuesta a ir a cualquier parte del mundo”. Esta disponibilidad es hoy particularmente necesaria ante los vastos e inmensos horizontes que se abren a la misión de la Iglesia. Entreveo, anhelo y pido el alba de una nueva era misionera en nuestra diócesis, como en todo el mundo. La esperanza cristiana nos sostiene en nuestro compromiso a fondo para la misión universal y la nueva evangelización y acabamos de aprobar, el sábado de la semana pasada, una serie de propuestas para hacer de nuestra diócesis una diócesis evangelizada y evangelizadora, misionera.
La fe se fortalece dándola; cuanto más misionera sea nuestra diócesis, más firme y viva se mantendrá la fe que la anima. La generosidad misionera es garantía de fecundidad y vitalidad eclesial. Dios no se deja ganar en generosidad. Las diócesis que son generosas en personas y entrega misionera comprueban pronto cómo Dios las enriquece en todo.
Por ello pido este sentido y entrega especialmente, a los sacerdotes y a los que estemos disponibles para secundar la llamada misionera. Pido, seminaristas que dé Dios y vayamos allá donde Él nos envíe a anunciar el Evangelio; nuestra solicitud pastoral, en cuanto sacerdotes, es por todas las iglesias; esta solicitud debe convertirse, por así decirlo, en hambre y sed de dar a conocer al Señor, cuando se mira abiertamente hacia los horizontes inmensos del mundo no cristiano. Pido asimismo a los padres y educadores cristianos, a los catequistas, a los religiosos y religiosas, que promuevan con empeño prioritario la formación y la inquietud misionera de los niños y de los jóvenes. Todos necesitamos dirigir la atención misionera hacia aquellos lugares y ámbitos que todavía están fuera del influjo evangélico. Una diócesis que pierde o que no tiene fuerza misionera languidece y se anquilosa.
Las lecturas que proclamábamos en la Eucaristía en la Jornada del DOMUND nos señalan el camino y las actitudes para ser Iglesia evangelizadora y misionera. La actitud del publicano de la parábola: ser humilde, orar, saberse presente ante Dios, dejar a Dios ser Dios, misericordioso y compasivo, que perdona y quiere el perdón de nuestros pecados, los del mundo entero; el publicano de la parábola cree, confía y reconoce que todo es gracia de Dios y la suplica: por eso éste queda justificado, salvado, perdonado, redimido. Lo contrario del fariseo, orgulloso y pagado de sí, que sólo confía en sí mismo, en sus obras, en sus capacidades y no deja que Dios sea quien es: amor, perdón, misericordia, pura y entera gracia; piensa que todo depende de él: así no queda salvado, ni aportará salvación, porque no ha dejado que Dios actúe como quien es: gracia, amor, misericordia, compasión.
Para ser misionero es preciso ser como Pablo, el gran misionero, convertido de furioso perseguidor de Jesús como fariseo y vuelto a Dios por el encuentro con Jesucristo. Puede reconocer al final de su carrera evangelizadora que ha conservado la fe y ha llevado a cabo la obra que Dios quería, la obra de Dios: confiesa que, aunque en la persecución lo han dejado los hombres, Dios ha estado y está a su lado siempre, sin dejarlo, y le da fuerzas para que, a través de él, se proclamara plenamente el Evangelio y lo oyeran todas las naciones; y confiesa que el Señor le ha librado del león, de las fuerzas y poderes –ése es el león– van contra el Evangelio de Jesucristo que es fuerza de salvación, misericordia y perdón para todo el que cree y donde se encuentra todo el amor de Dios, del que nada ni nadie podrá apartarnos y nos dará la gloria, es decir, nos librará de toda obra mala y nos salvará llevándonos a su reino celestial. Sólo Dios, y nada más que Dios, compasivo, fiel, misericordioso. Para Dios no cuenta el prestigio de las personas, sus capacidades o su poder, para Él no hay acepción de personas en perjuicio del pobre, del desvalido o del humilde, sino que escucha la oración del oprimido, del sencillo, del que está o es considerado último: Sólo Dios, Dios o nada. Dios atiende la oración del humilde, esta oración llega hasta Él, atraviesa las nubes, y no se detiene hasta que alcanza su destino, que no es otro que Dios y su voluntad, que en su misericordia infinita quiere que todos los hombres se salven.
Estas son las actitudes para ser cada uno de nosotros, y la diócesis en su conjunto, para ser evangelizadores, para emprender el camino de la misión con nuevo ardor, con nuevas fuerzas, con nuevos lenguajes y métodos, esto es lo que necesitamos para ser una Iglesia misionera. Por esto mismo iniciábamos este mes de las misiones con la fiesta de Santa Teresita del Niño Jesús. Sigamos el ejemplo de Santa Teresa del Niño Jesús, joven carmelita, patrona de las misiones que fue proclamada Doctora Universal de la Iglesia el mismo día que celebramos la Jornada del Domund. Ella es, en efecto, la más misionera que se ha conocido en la Iglesia desde san Pablo. Ella es, en efecto, maestra del anuncio de la primera y de la nueva evangelización que empieza por el anuncio gozoso del amor misericordioso y universal de Dios para todos sus hijos, al que ella misma se ofreció como víctima de holocausto. En esa inmolación suya de toda su persona encontramos la más alta lección misionera que podemos hallar. Es este amor, la humildad, dejar que Dios sea Dios, amor misericordioso y compasivo, el alma de la misión. Por eso Teresa del Niño Jesús sigue siendo animadora espiritual de la misión que contagia a todos el amor del Señor. La pequeña santa de Lisieux, desde el convento carmelitano en una vida escondida en Cristo, comunica a la Iglesia y al mundo que Dios es Amor.
Esa es su vocación. Ese es el lugar que ella quiere ocupar en la Iglesia, el del amor. Y así lo comunica y lo grita a cada hombre, está a la mesa amarga de los pecadores y de los incrédulos, y les comunica que Dios les quiere, que Cristo ha venido, ha muerto y ha resucitado por ellos. Santa Teresita ha comprendido que el Amor encierra todas las vocaciones, que el Amor es todo, que abraza todos los tiempos y todos los lugares. Este amor hace de ella la hermana universal, la misionera de los tiempos modernos. La carmelita a la que algunos muros la separaban del mundo y a la que una enfermedad consumió en joven edad, encontró en el Amor el centro de la Iglesia, el punto para elevar y renovar la humanidad en una acción apostólica y misionera sin límites, como el publicano de la parábola, porque la entrega, el testimonio y la difusión del amor, en efecto, no tienen fin. Teresa del Niño Jesús representa una de las más vivas y más atrayentes versiones del Evangelio ofrecidas a los hombres de los siglos XX y XXI. Su camino, iluminado por su máxima espiritual del “todo es gracia” en la relación con Dios, se revela para todos aquellos contemporáneos nuestros, especialmente, los más jóvenes, que buscan la fe y que quieren librarse de las miserias morales y espirituales de la hora presente, como un itinerario certero, en la búsqueda de la conversión a Jesucristo muerto y resucitado, el Salvador, en el que se encuentra la clave de una existencia vivida en el amor a Dios y al prójimo. Que Santa Teresa del Niño Jesús nos aliente en el sentido y espíritu misionero con que ella vibró. Que por su intercesión, nuestra diócesis de Valencia sea cada día más amplia y vivamente misionera y que su patrocinio se extienda como luz y como fuerza a todas las misiones y misioneros. Roguemos al Dueño de la mies que envíe obreros a su mies. Estamos llamados con especial urgencia a acudir al Señor, a poner la esperanza donde únicamente puede cumplirse, no en nuestras fuerzas, sino en la oración. “Orar significa, ante todo, ponerse plenamente en las manos de Dios, y vivirlo todo desde El y para El; solo en Él está nuestra vida y nuestra fuerza y de tal modo que no es posible disminuir ni un ápice la pretensión absoluta de Cristo: Sin mí, no podéis hacer nada”. Así lo entendió la joven Teresa del Niño Jesús… así lo comprendió también otra Teresa, que asumió este nombre precisamente para seguir más de cerca a la Santa de Lisieux, que ha sido canonizada hace unos días y que como la pequeña santa carmelita ha mostrado de forma eminente que Cristo es todo, y en todos: Teresa de Calcuta, la “misionera de la caridad”. Nunca oculto, ¡todo lo contrario!, la fuente divina de su amor sin límites que ha conmovido al mundo, por lo que nos ha sido propuesta a toda la Iglesia y a la humanidad entera como ejemplo y camino. En Santa Teresa de Calcuta, como en Teresa de Lisieux, aparecen inseparables “acción y contemplación”, para ser Iglesia, diócesis misionera.
No hay misión sin contemplación, sin oración. Como los primeros cristianos permanezcamos asiduos en la oración para que el Señor envíe su Espíritu Santo que impulse con fuerza incontenible a la misión. Acompañemos con cariño, afecto, agradecimiento a los misioneros y misioneras, particularmente de nuestra diócesis, que son tantos, con nuestra oración: que como Teresa del Niño Jesús o Teresa de Calcuta hagamos de la oración un medio indispensable para la revitalización y la fuerza misionera y para el aliento de los que toman parte en los duros trabajos del Evangelio en tierras de misión. Acrecentemos nuestra generosidad; no escatimemos en ayudas económicas, que también pueden ser canalizados a lo largo del año a través de la Fundación “Ad Gentes”. Cuanto hagamos por las misiones, lo hacemos por todos los hombres, pobres y pecadores, necesitados de amor y de misericordia.
+ Antonio Cañizares Llovera
Arzobispo de Valencia