Qué buenos jóvenes si tuviesen buenos adultos (José Manuel Pagán, Las Provincias)

Qué buenos jóvenes si tuviesen buenos adultos (José Manuel Pagán, Las Provincias)

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Qué buenos jóvenes si tuviesen buenos adultos (José Manuel Pagán, Las Provincias)

Estos días, cuando observaba a los jóvenes universitarios caminar durante horas para ayudar a las víctimas de la DANA, recordaba aquel pasaje del Cantar de Mio Cid, en el que el Cid entra en Burgos y hombres y mujeres, afligidos y llorosos, lo contemplan y lamentan: “¡Oh Dios, qué buen vasallo si tuviese buen señor!” (Cantar de Mio Cid, v. 20).

La cultura -entendida como el hábitat donde la persona desarrolla sus potencialidades, donde se realiza como tal- en la que han crecido nuestros jóvenes, no se lo ha puesto fácil para alcanzar una realización plena como persona y, sin embargo, ahí están, demostrando que en lo profundo de cada ser humano hay inserta una vocación al amor, amor al otro, al que sufre, especialmente cuando quien sufre es un inocente, como ha sido en este caso.

Muchos de estos jóvenes han crecido sobreprotegidos por nosotros, adultos, incluidos padres y profesores, que muchas veces los hemos tratado con excesiva condescendencia; buscando para ellos una comodidad y seguridad máxima -eso sí, exponiéndoles orgullosos, desde bien pequeños, a un mundo digital que los somete a una batería de estímulos, a una edad en la que tomar decisiones sin sucumbir a la tentación de lo inmediato no es posible-; evitándoles desafíos físicos y mentales. En definitiva, hemos preparado el camino para el niño, en lugar de preparar al niño para el camino, y esto ha contribuido, entre otras razones y de alguna manera, al incremento de las tasas de depresión, ansiedad y suicidio que hoy sufren nuestros jóvenes.

Es cierto, al evitar la exposición a incomodidades, a desafíos, a contrariedades, hemos atrofiado su sistema inmune, impidiéndole que se entrene y desarrolle y, por tanto, que pueda afrontar situaciones de sufrimiento, con las que inevitablemente, en algún momento, se encontrará.

Por si fuera poco, han crecido en una cultura que postula peligrosos criterios en la toma de decisiones. Por un lado, en el ámbito público, el utilitarismo, es decir, el cálculo de resultados como criterio inspirador a la hora de decidir; por otro lado, en el ámbito privado, la emoción, es decir, la búsqueda de sentirse bien uno consigo mismo como criterio de decisión.

Esta combinación genera una persona emotiva y utilitaria. Emocional en su mundo interior y utilitaria en lo que se refiere a sus acciones externas. Esta disociación provoca muchas veces en el joven, inseguridad ante el futuro e incapacidad para asumir compromisos perdurables, toda vez que vive de lo inmediato, como es propio de la emoción, que solo es fiel a lo que se siente, aquí y ahora. Por otro lado y en cuanto sujeto utilitario, mide el retorno que va a tener su acción en beneficio propio.

Y esta cultura en la que han crecido y crecen ha sido implementada por nosotros, sus mayores, que sustituimos la búsqueda del bien común por un estado del bienestar que solo aspira a los bienes materiales y a la comodidad como plenitud; que medimos el éxito en función del estatus, del dinero o del prestigio; que anhelamos una eterna juventud que rechaza el compromiso y la renuncia propios de la condición de adulto.

Y, sin embargo, ahí están nuestros jóvenes -quizá con un sistema inmunológico que no les hemos ayudado a desarrollar- que han dejado que prendiera en ellos, el fuego que toda persona lleva dentro y que nos hace reconocer que el sentido de la vida se encuentra cuando se entrega; que en cada uno de nosotros hay una llamada universal al amor. Y la chispa que ha encendido este fuego arrollador e iluminador ha sido contemplar el sufrimiento de los inocentes, a quienes han sabido reconocer como prójimos.

Así es, nuestros jóvenes han sabido reconocer en cada víctima de esta tragedia a un prójimo y, en muchos casos, ha sido ese prójimo el que ha encontrado al joven, descubriéndose así una universalidad propia de quien se reconoce hermano de todo aquel con el que se encuentra y necesita de él.

La entrega de estos jóvenes nos ha recordado los versos del poeta persa Al Saadi: “Todos los seres humanos/ somos parte de un mismo cuerpo./ Cuando la vida afecta a uno de ellos/ el resto del cuerpo sufre igual./ Si no te afecta el dolor de los demás/ es que no mereces llamarte humano”. Unos versos que nos recuerdan nuestra condición fundamental, común a todos, la de ser hijos; unos versos que nos recuerdan ese “mandamiento nuevo” que habla de amar al prójimo y de ser “guardianes” de nuestros hermanos (Gn. 4, 9), hermanos en humanidad y, en muchos caos, también en la fe.

Esta experiencia que vivimos nos recuerda a quienes nos dedicamos a la educación, en todos sus niveles, que la enseñanza no debe limitarse a una mera comunicación de contenidos, sino más bien debe aspirar a suscitar esa sed de verdad que poseen nuestros jóvenes en lo profundo, una verdad que está unida al amor, la verdad del amor; que somos nosotros, educadores, quienes estamos llamados a provocar esa chispa -como lo ha sido ahora esta tragedia- que despierte en ellos un anhelo por buscar y encontrar la verdad. Un anhelo, que existe especialmente cuando se es joven, como recordaba Platón: “busca la verdad mientras eres joven, pues si no lo haces, después se te escapará de entre las manos” (Parménides, 135d), una búsqueda en la que debemos ayudarles.

Ojalá no tengamos que lamentar, como lo hicieron quienes recibieron a El Cid en Burgos, que nuestros jóvenes no tienen mayores que les ayuden a florecer.

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