Reflexiones ante el futuro en el presente (Cardenal Antonio Cañizares, La Razón)

Reflexiones ante el futuro en el presente (Cardenal Antonio Cañizares, La Razón)

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Vivimos una situación nada fácil en  el  mundo,  en  Occidente  y Oriente, en Europa, en España, y tal vez estemos sin puntos de referencia o no los tengamos claro. Pero esa situación, en este mundo nuestro, difícil, es también de la Iglesia, porque todo lo que afecta a la Humanidad, afecta a la Iglesia; sufrimientos, angustias e incertidumbres, sus peligros son también de la Iglesia. Nos encontramos ante una encrucijada de nuestra historia. Se nos plantea un futuro por encima de la muerte y sus amenazas, si no es victoria sobre la muerte y las cosas que tienen que ver con ella como la guerra, la mentira, el egoísmo, la violencia, el egoísmo, la exclusión, la destrucción de la naturaleza, la corrupción, .... No cualquier futuro vale, sino aquel que garantice permanencia en él, felicidad sin que se haya violado u oscurecido esa dignidad, inviolable y no supeditable a nada, de todo se r humano, y sin una existencia conforme a ella.

Una sociedad, por ejemplo, que no garantice el derecho inalienable de todo ser humano a la vida en todas las fases de su existencia fracasa ya en el momento en que este derecho no  queda garantizado y protegido suficientemente. Otro ejemplo: una sociedad organizada en progreso y bienestar, en que la religión quedase superada como reliquia del pasado o recluida a la esfera de lo privado y en la que la felicidad quedase garantizada por el funcionamiento de las condiciones materiales, estaría abocada igualmente al fracaso y a la disolución.

E igualmente mente - otro ejemplo- le sucede a u na sociedad que no se asiente sobre la verdad, la verdad moral, sino sobre un relativismo o sobre la mentira, no puede tener futuro. No queda lejos la historia de algunos países que han fracasado de forma estrepitosa por imponer o tratar de edificar un sistema en el que la religión queda por completo marginada y Dios ocultado y relegado, en que la vida no se respeta y la mentira se establece como instrumento de éxito o eficacia. El crecimiento de la violencia, el aumento de corrupción hacen muy perceptible que la decadencia de valores tiene también consecuencias materiales, y que es preciso un cambio de rumbo.

La edificación de la «casa común», la verdadera unidad para ser algo más que una quimera o algo más que el conjunto de unas relaciones  empíricas,  ha  de  construirse  sobre  la posibilidad de una respuesta verdadera a las cuestiones de fondo que han sacudido dramáticamente, en los dos o tres últimos siglos, la cultura de Occidente. La armónica sociedad prevista por la Ilustración como fruto de un abandono de los «prejuicios cristianos» y de una aplicación sistemática de la razón inmanente nunca ha llegado. Más aún, ha dejado tras de sí una larga secuela de destrucciones, guerras, terrorismos o de millones de crímenes legales sobre seres indefensos e inocentes, como son los abortos, sin duda la más grave barbarie de la historia humana. La unidad y la convivencia sólo serán posibles con un sujeto social capaz de amar a toda persona humana en tanto que persona, partícipe del mismo misterio y de la misma vocación, por encima de cualquier otra determinación de raza, cultura y religión, pueblo, clase social o adscripción política. Lo que el Papa Juan Pablo II reclama, como hizo en su último e importantísimo viaje a España, de la «Europa del espíritu» se refiere precisamente a esto: no es, por supuesto, a un espiritualismo a lo que convoca, sino a una construcción de la nueva Europa, de la nueva España, de la nueva sociedad, edifi cada sobre el cimiento o fundamento del respeto y la realización de la dignidad de la persona humana, de todo hombre, que no se contenta con menos que con Dios. Recordar y exigir la vigencia de la dignidad humana previa a toda acción política es un deber inexorable. Esto sí que es decisivo para el hombre y el mundo, Dios revelado en Jesucristo,  su Hijo humanado, hecho hombre, verdad de Dios y verdad del hombre inseparablemente sin confusión. Los derechos fundamentales inherentes a la dignidad de la persona humana o de ella derivados no son ni creados por el legislador ni concedidos a los seres humanos o a los ciudadanos, sino que existen por derecho propio y han de ser respetados por el legislador, pues se anteponen a él como valores superiores. El reconocimiento y valoración de la razón y de la libertad, en la entraña de nuestra sociedad por la tradición y cultura por sus raíces –también cristianas que no podemos soslayar–, sólo pueden tener consistencia como dominio del derecho.  La Iglesia ofrece lo que es y sustenta, su identidad y su misión, que no es otra que Jesucristo.

Reducir la Iglesia a una ONG disminuyéndola en su misión de anunciar a Jesucristo sería privar al mundo del anuncio de Jesucristo, Sabiduría verdadera, Camino, Verdad y Vida, Dios salvación para todos, como celebramos el día de todos los Santos y Fieles Difuntos. ¡Iglesia: Sé tú misma! y que nadie te reduzca, tampoco los cristianos, para hacerte «aceptable o tolerable»

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