“Sólo es posible tomar en serio las riendas de la vida si somos conscientes de nuestra mortalidad”

José Vicente Bonet y Enrique Bonete

“Sólo es posible tomar en serio las riendas de la vida si somos conscientes de nuestra mortalidad”

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“Sólo es posible tomar en serio las riendas de la vida si somos conscientes de nuestra mortalidad”

La Universidad Católica de Valencia (UCV) ha celebrado, junto a la Universidad Cardenal Herrera CEU, el XV Congreso de la Sociedad Hispánica de Antropología Filosófica, en el que académicos de alto prestigio han reflexionado sobre la temática escogida para esta edición: la muerte. Uno de los expertos que ha participado en este encuentro ha sido el docente de la UCV José Vicente Bonet, también coorganizador del encuentro. Profesor de filosofía a lo largo de varias décadas, Bonet se ocupa ahora, sobre todo, de aportar su grano de arena a la Cátedra de la Mujer, nacido recientemente en la Universidad Católica de Valencia. Un intelecto que ha trabajado tantos años desentrañando los misterios del ser humano no ha olvidado tampoco su muerte, elemento crucial de la existencia. Durante su intervención en el congreso celebrado en la UCV, ha reflexionado sobre el miedo que la mortalidad produce a los hombres. 

Otro de los especialistas reunidos en la UCV ha sido el filósofo Enrique Bonete (Valencia, 1959), catedrático de la Universidad de Salamanca y autor de obras como El morir de los sabios: Una mirada ética sobre la muerte (Tecnos, 2019) o Con una mujer cuando llega el fin. Conversación íntima con la muerte (BAC, 2021). Bonete ha dedicado muchas horas a reflexionar y escribir sobre el fin de la vida. Ese tiempo y esfuerzo intelectual le han llevado concluir que la bioética necesita de un complemento, una disciplina ocupada en analizar las dimensiones morales del proceso humano de morir. Bautizada como tánato-ética, esta novedosa perspectiva es una más de las que este filósofo valenciano ha ofrecido a lo largo de su carrera como pensador y profesor universitario sobre miedos, deseos, y aspiraciones humanas, incluso hasta lo íntimo de su experiencia personal. Sobre todo, en El abrazo velado. Vivencia cristiana de un filósofo (BAC, 2022).

Ambos, Bonet y Bonete, similares en cuestiones más hondas que su procedencia valenciana, sus apellidos o su veteranía delante de una pizarra, apuestan por la necesidad de pensar en la muerte para vivir bien. Quién lo diría.

Perdone la confianza, don Enrique, pero ‘El hombre mortal’, título de su conferencia, parece una perogrullada. ¿Por qué lo eligió?

E.B: Es evidente que el hombre es mortal. Pero, a diferencia de otros rasgos antropológicos como la inteligencia, la libertad, la sociabilidad, la autoconsciencia, o la moralidad, que pueden darse en mayor o menor grado en la especie humana, el atributo de la mortalidad es el que mejor nos constituye, sin variación gradual alguna. Dicho de otro modo: todos los humanos somos de modo intrínseco igualmente mortales, no más o menos mortales, como sí acontece con la inteligencia o la sociabilidad, por ejemplo. A mi juicio, esta constatación antropológica marca la existencia humana espaciotemporal en su totalidad. Y de este punto de partida derivo lo que denominé en mi conferencia el principio de mortalidad, desde el cual ofrezco una interpretación en cierto modo original sobre el modo humano de pensar, obrar y creer…

¿Qué le ocurre a quienes viven apartando cualquier pensamiento que les lleve a recordar su mortalidad?

E.B.: No sé exactamente qué les ocurre, pues para mí es inimaginable vivir plenamente sin tener presente de algún modo la mortalidad propia; y la de los seres queridos. Sin embargo, al parecer de no pocos filósofos -desde Séneca hasta Heidegger, pasando por Montaigne o Schopenhauer-, quienes viven sin pensar nunca en la muerte están desarrollando una existencia inauténtica, falsa y superficial. En el fondo, sólo es posible tomar en serio las riendas de la vida si somos conscientes de nuestras limitaciones temporales, que se concretan en la inevitable mortalidad.

J.V.B.: Creo que, cuando nos hacemos conscientes de nuestra mortalidad, de niños, comprendemos también, no sé exactamente cómo, que es un tema sobre el que es mejor no pensar ni preguntar mucho. O esa fue, por lo menos, mi experiencia. Pero luego, cada vez se torna más inevitable la inquietud. Uno puede seguir creyendo que seguramente aún le queda mucho tiempo y que no hay que amargarse con pensamientos sombríos. Esta estrategia obviamente está condenada al fracaso. Basta con el fallecimiento de alguien muy cercano o con un diagnóstico médico fatal para que salte por los aires. Nada asegura, sin embargo, que nuestro previo pensar en la muerte sea, como decían algunos filósofos, auténtico y no una sucesión de tópicos.

¿Creen que la sociedad del bienestar occidental, ahora ya de capa caída, ha contribuido a hacer de la muerte un tabú aún más grande?

J.V.B.: Por supuesto. Hace un siglo aproximadamente que Heidegger escribió que hablar de la muerte se estaba convirtiendo en una forma de mal gusto e infantilismo. Y Max Scheler decía que la modernidad tiende a imaginarla como algo irreal. Los prodigiosos avances de la medicina tienen esta deriva: parece que podamos seguir reparando el vehículo una y otra vez hasta que valga más la pena sustituirlo por otro nuevo. Ahí tenemos el transhumanismo, una doctrina reciente que involucra también estudios de ingeniería y sistemas informáticos, y sueña con superar la muerte transfiriendo nuestra memoria, nuestro ADN, nuestro cerebro, a organismos nuevecitos capaces de alojarlo, como se graba la información en un ordenador nuevo.

E.B.: Es una tendencia generalizada de los humanos evitar pensar en lo que resulta poco halagüeño, es decir, en nuestra condena a la muerte. Por ejemplo, Séneca -en la cultura romana- y Montaigne -durante el Renacimiento-, ya acusaban a sus contemporáneos de estar huyendo de la muerte, de apartarla de la vida y de los proyectos personales. Con lo cual se evidencia que no sólo en nuestro presente es un tabú del que nadie quiere hablar. No obstante, la mayoría de las personas de nuestro entorno, instaladas, por así decir, en el presente, en la búsqueda del bienestar, y al presuponer que van a vivir unos ochenta años, como mínimo, suelen pensar menos en la fatalidad del morir que en aquellos contextos en los que era más real la amenaza cotidiana de la muerte.

¿La cercanía de la muerte centra a la persona en las cosas importantes? Hacerle publicidad a nuestra mortalidad quizás ayudaría a solventar disputas triviales en familias, empresas, incluso en los parlamentos.

J.V.B.: Sí, creo que la muerte nos centra en los asuntos realmente importantes. Ésa es la fuerza simbólica de la imagen de los santos eremitas acompañados de una calavera. Pero no creo que la publicidad sirva de mucho. Al contrario, me apena el hecho de que, en nuestra sociedad, la educación moral tienda a sustituirse por una mezcla de imágenes y eslóganes políticamente correctos que adoctrinan pero nunca llegan a entrar en la sustancia del ser humano. Por otra parte, rescatar la seriedad de la muerte y sacarla del armario, si se me permite la expresión, ¿apaciguaría nuestro abanico de disputas sociales enconadas?  Sinceramente no lo sé porque las cosas pueden decirse y pensarse a distintos niveles de profundidad.

E.B.: Desde mi experiencia al lado de otras personas que veían cercana la muerte, sea por enfermedad terminal o por la vejez, podría decir que la mayoría tiende a relativizar aspectos que antes consideraban importantes como el trabajo, el dinero, las posesiones, las inquietudes políticas... De cara al final definitivo todas estas preocupaciones pasan a un segundo o tercer plano. Quien percibe la inminencia de su muerte tiende a centrarse en lo esencial de la vida, que suele ser la experiencia de amor y de afecto. Quienes ya van a morir experimentan un anhelo de reconciliación interpersonal, de estar con la familia o de volver a creencias religiosas abandonadas, por ejemplo.

La impresión de que la muerte nos agarra ya del pescuezo nos otorga ojos nuevos para ver la realidad, para revisar la vida pasada, para prepararnos hacia algo incierto de lo que no sabemos nada. Por tanto, al mismo tiempo que nos ayuda a relativizar tantas inquietudes superficiales, la proximidad de la muerte enseña a casi todos a valorar lo mejor de la vida, cuyo núcleo, insisto, es el amor y el afecto.

Don Enrique usted sostuvo en un congreso anterior en la UCV que hay “una esperanza razonable” de que no nos espera “la aniquilación total” una vez fallecidos; y lo hizo partiendo de un análisis de los relatos evangélicos sobre lo sucedido tras la crucifixión de Jesús de Nazaret. ¿Sigue pensando lo mismo o le ha podido el nihilismo cultural?

E.B.: Desde luego, sigo pensando exactamente lo mismo. Estoy convencido, desde un punto de vista filosófico, y, por supuesto, desde mi experiencia cristiana, que los humanos podemos mantener una esperanza razonable -comprensible también para los no creyentes- de que nuestra identidad personal, tras atravesar «la puerta estrecha» de la muerte, será recreada por el poder de Dios, origen y destino de todo lo existente en el universo.

A mi juicio, en un lugar y tiempo concretos, en la persona de Jesús de Nazaret y de modo especial en su resurrección, se ofreció a toda la humanidad algo así como la señal más clara de la intervención de Dios en el proceso temporal de la historia que ha ido desarrollando la especie humana a lo largo de milenios. La verdad ontológica de tal signo trascendente, de tal firma divina en un hombre de carne y hueso no depende en absoluto de si las personas de una época como la actual -nihilista, relativista, posmoderna- creen o no creen en tan sorprendente acontecimiento.

Si en términos filosóficos Dios es el origen del universo y en términos cristianos ha hablado a la humanidad de modo humano y comprensible a través de Jesús, tal evento trascendente no es afectado en absoluto por el hecho de que la cultura de hoy ignore o desprecie esa esperanza.

¿Y usted, don José Vicente?

J.V.B.: Yo estoy sustancialmente de acuerdo con Enrique, en general. En cuanto a la “esperanza razonable”, quiero recordar que, en opinión de santo Tomás de Aquino, la existencia de Dios no es algo racionalmente evidente. Cuando apunta en el himno Pange lingua que la fe “suple” a los sentidos, creo que puede incluirse ahí a la razón: la fe aporta una certeza existencial y una experiencia amorosa que no es la de la razón.

Para muchos filósofos del siglo XX se está volviendo evidente el punto de vista contrario, el de los sentidos, digámoslo así: la ciencia no necesita recurrir a Dios y suena como increíble que el polvo pueda resucitar; lo único que habla en favor de la vida eterna, según ellos, es nuestro deseo de no morir; y los deseos, por si solos, no demuestran nada. Sin embargo, como decía Benito XVI en Spe salvi, un texto maravillosamente filosófico, sólo si la esperanza cristiana está bien fundada existe una esperanza para las víctimas de la historia de la humanidad, las víctimas de cualquier injusticia. Y el ser humano necesita esperanza, no puede vivir revolcándose en la náusea que describió Jean Paul Sartre. Esto es algo que también han reconocido algunos filósofos y filósofas ateos...

San Pablo afirma en su Carta a los Hebreos que Jesús murió y resucitó para «libertar a cuantos, por temor a la muerte, estaban de por vida sometidos a esclavitud». Habrá quien piense que san Pablo exagera un poco con eso de que vivimos como esclavos.

E.B.: La cita es de la Carta a los Hebreos, pero su autor, según los expertos, no es san Pablo. Es un texto complejo. De todos modos, considero que, bien leída, resulta muy actual en tanto que refleja la situación existencial en la que nos encontramos los humanos. Aquí hay, creo yo, tres significados distintos del término «muerte». En primer lugar, se habla de aniquilar «mediante la muerte» -es decir, la de Jesús- al «señor de la muerte», en segundo lugar, que es el diablo, el poder del mal.

Y después, en tercer lugar, el autor de la carta se refiere al «temor a la muerte», acrecentado por el diablo al presentárnosla como algo horrible de lo que queremos escapar sea como sea. De esta huida constante de la muerte -hoy se produce de modo más llamativo que en otras épocas- hemos de ser liberados para vivir en plenitud, para ser realmente libres. Constata la cita que todo ser humano, por el temor que tiene a morir, agrandado por el engaño del maligno, según el texto, vive inmerso en una situación de esclavitud. ¿Por qué? El miedo, el pánico a la muerte como paradigma de lo desconocido, de lo más terrible, de lo peor que puede pasar, provoca que huyamos siempre de ella, que no podamos renunciar voluntariamente a nuestra vida –tiempo, dinero, posesiones, ilusiones, proyectos- por el bien de otros, de quienes nos necesitan.

Según el texto, sólo si experimentamos que la resurrección de Cristo revela que con la muerte no acaba todo, que vamos hacia Dios, el mencionado diablo no tendrá fuerza para aterrarnos ni para someternos a la esclavitud del egoísmo más profundo, que equivale a no estar dispuesto a abandonar el yo, la vida propia… En este versículo de Hebreos no hay, por tanto, ninguna exageración, sino más bien una constatación antropológica universal: el miedo a la muerte esclaviza porque impide al hombre entregar libremente la vida a los demás, a semejanza de Jesús.

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